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martes, 14 de agosto de 2012

EDUCACION Y LEYES DEL APRENDIZAJE SOCIAL Y CRIMINOGENO

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EDUCACION Y LEYES DEL APRENDIZAJE SOCIAL Y CRIMINOGENO
Osvaldo Tieghi
INTRODUCCIÓN

Tal como es posible advertir a través de la lectura de la investigación histórica que hemos efectuado en la obra Criminalidad, Ciencia, filosofía y prevención –Ed. Universidad, Bs. As., 2004, Primera Parte (Capítulos I a IX)- , ya desde la antigüedad, y anticipándose a las más elaboradas hipótesis científicas contemporáneas, principalmente a partir de las obras del académico, del estagirita y de los estoicos, se consideró que, más allá de sus «necesidades básicas» o primarias, y en función de su «disposición» o «potencialidad filogenética», el hombre adquiría –aunque sólo en virtud del aprendizaje sociocultural (inicialmente de observación e imitación)- el desenvolvimiento ontogenético del lenguaje, el del pensamiento abstracto y el desarrollo de la razón y, con ella, el de la recta razón o razón moral; asimismo, cómo por vía de la educación y la disciplina generacionales se activaba e incrementaba, en la especie, el conocimiento y –eventualmente- la ciencia y la sabiduría.
Así, y como quedó dicho, desde las primigenias observaciones de la filosofía se enseñaba que, en su recorrido filo-ontogenético, a su vez, la ciencia y la tecnología daban lugar, a causa de su transmisión verbal y escrita –desde las agrupaciones coexistentes a su prole o progenie- y de la evolución secuencial del pensamiento abstracto (ontogenético), a una progresión o perfeccionamiento cognitivo teóricamente ilimitado, mas moral y teológicamente imperfecto y susceptible de desarrollo y acrecimiento sólo dentro de las estrictas fronteras naturales de la humanidad (cfr., Criminalidad…, cit.,, Parte Primera, Capítulos I, nº 1 y nº 5, d; IV, nº 1 y nº 4, d, 3; V, nos 3 y 4).
A este último proceso se le nominó –desde la Antigüedad- como el de las «virtudes intelectuales» del hombre; y esto también había sido observado y enseñado tanto por los filósofos griegos, como por los romanos y los teólogos de la edad media.
Ahora bien, a más de tal comportamiento biopsíquico y ontomesológico, de condición, índole e interacción meramente intelectual (virtudes del entendimiento, de la ciencia y de la sabiduría), y como complemento y ajuste de aquél, tanto Aristóteles como Platón, Cicerón, Séneca, Zenón de Cito, Epitecto, Marco Aurelio, San Agustín, Santo Tomás, Maimónides, Averroes y los otros filósofos de la Academia y del Liceo, de la Stoa y del Jardín, así como los demás religiosos cristianos, judíos y musulmanes de la Edad Media, comprobaron que existían otros hábitos o –genéticamente- aptitudes; potenciados asimismo por la especie –según cierta incoación de virtud- y que tenían por función someter a la recta razón los deseos desquiciados –progresivamente inagotables- de carácter apetitivo; aquéllos, no son sino los relativos a las virtudes morales o cardinales (la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza).
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Y tales aptitudes, las que así consideraron y significaron estos sabios, constituían –en voces de Santo Tomás- "la razón perfecta de virtud", ya que ordenaban y moderaban las «pasiones del alma» -las «apetencias» propias a las necesidades o impulsos (básicos y adquiridos) y los «estados afectivos» inherentes a su «reducción» o «privación»- previniendo, a su vez, la adquisición desenfrenada o la incontinente de los impulsos viciosos, criminógenos, antisociales o desviados y, más ampliamente dicho, a los apetitos sensitivos desordenados del hombre (la sensualidad del poder, o la exacerbación de los impulsos de fama, o de gloria o de dinero o la ira y el odio racial, religioso o político; cfr., asimismo, Criminalidad…,cit., Cap. I, nº 5, f, 3 y 5).
Por su parte, a aquellas propiedades o atributos básicos (passiones entis) que, en sus extremos pulsional y neurohumoral más elementales, les es común a todos los animales superiores, pero que constituyen –diferenciada y característicamente- el fundamento de toda conducta humana sociocultural o intelectual y moralmente significativa y, consecuentemente, de los hábitos incorporados bajo conexión biosocial con sus privativas, correspondientes y genéricas potencias apetitivo-afectivas –del «deseo», («huida» y «aversión») del «amor» (o del «odio»), del «placer», «delectación» o «gozo» («alegría», «temor» y «tristeza»); cfr., Criminalidad…,ob..cit., Primera Parte, Capítulo V, nº 10-, originariamente inespecíficos, con obvia excepción de los propios requerimientos o exigencias organísmicas de reducción de las demandas biogenéticas primarias o necesidades básicos (hambre, abrigo, etc.), cuyas «metas» y «medios» ulteriormente adquiridos, de delectación y de reducción o satisfacción impulsivo-motivacional, siempre ofenden –en su extremo concupiscente o irascible- al «bien común», le llamaron aquéllos «pasiones del alma», subrayando, así, la «carga afectiva» y «apetitiva» de las mismas, mas integrando lo «anímico» -formal- con lo «orgánico» o material.
En relación con lo supra consignado, oportuno es recordar el fragmento ciceroniano conservado por Lactancio (260-325): "Tres son los afectos que lanzan a los hombres hacia todos los crímenes: la ira, la ambición y la lujuria: la ira busca la venganza; la ambición las riquezas; la lujuria los placeres" (cfr., supra, Cap. III, 1, b, y sus notas nos 7, 8 y 9).
Antes de internarnos en la descripción, en el esclarecimiento y en la aplicación criminológica de las leyes científicas que explican cómo tiene lugar el aprendizaje cognitivo y conductual y qué mecanismos intervienen en la incorporación de los impulsos secundarios de meta (viciosos o virtuosos), así como también en el de las conductas instrumentales reductoras de los primeros (sociales o criminógenas), era necesario y oportuno advertir de qué manera el actual estadio de la humanidad y de su universo pensante, alcanzado a causa de la impredecible progresión cognitivo-científica y tecnológica, ha puesto sólo en manos de la razón y de las «virtudes morales», de la prudencia, de la justicia, de la fortaleza y de la moderación –en el grado más crítico hasta hoy conocido- la dirección, control y freno de las siempre posibles, presentes e insaciables pasiones desordenadas de la «codicia concupiscente» de los racionales y de la «ira» que les es potencialmente propia; ello, frente a la eventual utilización de medios idóneos para la destrucción misma de su especie.
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Este hecho, en su aterradora magnitud actual, fue sin duda insospechado en tiempos en que el ateniense y el macedonio, los de la Stoa y el Jardín, y los teólogos medievales, ya anticipaban al hombre la necesidad de educar a las nuevas generaciones desde la niñez para prepararles y disponerles a fin que supiesen y pudiesen ordenar y moderar prudentemente la conducta y orientar tanto sus «necesidades innatas» de «deseo», como así también aquellas que iban adquiriendo en virtud de lo experimentado positivamente y reforzado comunitariamente como «placentero».
Recordemos a Platón y a Aristóteles cuando advirtiendo las restricciones de la razón humana y el desorden de las pasiones –en el estado de naturaleza caída, que luego elucidaron tomistas y agustinianos- insistían en habituar al «placer en la virtud» o a la decepción pirrónica –no menor que la sabiamente expresada por Cicerón en el inicio del Libro Tercero de las Cuestiones Tusculanas- o a la huida y temor estoicos (cfr., Criminalidad…,cit., Cap. I, nos 4 y 5; Cap. II, nos 2 y 3 y Cap. V, nº 10).
Debe ponderarse, a su vez, que la aplicación de tales conocimientos científicos a los procesos industriales de producción masiva de bienes placenteros, aptos para generar proliferantes conexiones pulsionales secundarias (o impulsivo-motivacionales, adquiridas ontogenéticamente), ha dado lugar, también y por su parte, a una increíble y sorprendente multiplicidad de objetos susceptibles de ser apetecidos, acaparados, acopiados o acumulados inmoderada, imprudente, destemplada e injustamente, con ávidos, usurarios e inescrupulosos fines antagónicos de excesivo y vicioso lucro antisocial –dando espaldas al bien común y sin reparo de medios- en la ardorosa llama inagotable de la voluptuosidad (en vocablos del estagirita y del Santo de Aquino: incontinente o licenciosa; en las clasificaciones positivistas, precedidas por académicos, peripatéticos y tomistas: ocasional o pasional, habitual y antisocial); particularmente, en virtud de la anomia y de la corrupción propias a los condicionamientos respondientes y operantes de indebida «aprobación social» o de insuficiente repudio y «desaprobación social», operados a través de las comunicaciones audiovisuales, hoy en manos de no pocos siniestros impostores, sedientos de asegurar –pese a la marginación que conscientemente provocan- grandes concentraciones de dinero y de poder. Mas tal codicia suele sembrar expectancias legalmente inalcanzables y, con ellas, y al tiempo que frustración, que finalmente aventa o expulsa la violencia colectiva, intolerables injusticias distributivas –en la antitética lucha entre la solidaridad y el antagonismo- para la mayoría de los integrantes de las sociedades y de sus grupos uni y multivinculados.
Es entonces, frente a lo precedentemente dicho, cuando debemos preguntarnos si la ciencia, y el poder militar y económico, sin ponerse al servicio de las virtudes morales, que deben ejemplificarse desde la infancia, y de la ejecución operativa de sus principios, tal como lo patentizan la ciudad malsana de Platón o la corrupta de la que nos hablara Cicerón o la temporal de Agustín o la del mercantilismo helénico, de cuyas costumbres huyen por igual estoicos, epicúreos y pirrónicos, pueden, todavía, continuar escindiendo al hombre y desconociendo la plenitud ético-cognitiva y conductual de su ser.
Sin una ciencia y una educación políticamente orientadas y al servicio de la virtud, esto es, éticamente comprometidas, el destino del hombre y el de su «razón» y «conciencia» morales,
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socialmente solidarias, parece estragarse; ello, en escala muy diversa a la hasta hoy expuesta –en sus variables independientes y dependientes- por la historia universal..
Y a esta altura de nuestra revisión histórica y filosófico-científica de la conducta y de la criminalidad, oportuno es reiterar la necesidad de tener en cuenta, y siempre presente, que el libre albedrío de los sabios griegos, romanos y escolásticos, en primordial o preferente emplazamiento, no es otro que el de la especie –en su constante e invariable flujo y devenir filo-ontogenético-; es decir, el de aquella que suele acogernos y educarnos, ni bien llegados a este mundo, sea con sus elevadas virtudes morales, sea con su infaltable depravación y extravío. De otro modo, ésta, lejos de alumbrarnos para poder gozar necesariamente de aquél, nos inclinará –no pocas veces-, por el hábito y maliciosamente, hacia la corrupción y estragamiento de las costumbres; ello, antes que podamos llegar a la edad de la razón.
Nos parece también ajustado, volver nuestros pasos, entonces, sobre la prodigiosa prosa del Arpino: "Si la naturaleza nos hubiera engendrado de tal modo que pudiéramos mirarla frente a frente y seguirla como regla infalible en todas las circunstancias de la vida, no hubiera habido necesidad de que buscásemos razón ni doctrina. Pero ahora, por el contrario, a nuestros hijos desde pequeños les apagamos de tal manera el ardor con el contagio de nuestras costumbres y opiniones, que nunca llega a brillar en ellos la luz de la naturaleza. Hay en nuestro ingenio semilla innata de virtudes que, si nos fuera lícito cultivar, podría llevarnos naturalmente a una vida feliz. Pero ahora, así que hemos nacido a la luz, nos ejercitamos continuamente en toda iniquidad y en suma perversión de opiniones, de tal modo, que parece que mamamos el error de los mismos pechos de la nodriza. Y cuando pasamos de manos de nuestros padres a las de nuestros maestros, nos imbuimos en tales errores que cede la verdad a la vanidad, y la naturaleza misma a la opinión autorizada...".
Cualquiera fuese el tiempo al que pudiese llevarnos nuestra imaginación siempre hallaremos a iguales niños, cual tablilla vacía aristotélica y tomista, pacientes y listos para ser conducidos –bajo el libre albedrío educativo de sus mayores- hacia la senda de la virtud o con destino al laberinto tortuoso del vicio. Nada cambiará en ello el estadio sociocultural meramente intelectual o cognitivo en que se encontrare, o hubiese sido alcanzado por, el entendimiento, esto es, el de la ciencia o el de la tecnología que el lenguaje y el pensamiento abstracto permiten trasmitir generacional o filo-ontogenéticamente.
Sólo por vía de las virtudes morales –gratuitamente potenciadas- habrá de hallarse el orden y el bien común; mas, ello únicamente ocurrirá en virtud del tránsito onto-filogenético –o, si se prefiere filo-ontogenético- que va desde la educación y las costumbres de la generación precedente de los adultos –racionales y en ejercicio del libre albedrío- hasta los niños, irracionales y carentes de aquél.
Sobre aquellos últimos, tendrá lugar la enseñanza y, consecuentemente, la incorporación o el condicionamiento orgánico o biopsicosocial –modelamiento y moldeamiento- de los nuevos «impulsos secundarios» (hábitos o tendencias: el trabajo –intelectual, artístico, literario, etc.- o, v. gr., el robo o la estafa o el juego ilegal o el terrorismo), de las «apetencias de meta» o estructuras
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motivacionales (el dinero, el prestigio, el poder, etc.) y de sus respectivos «estados afectivos» de alegría, dolor, tristeza, etc. (las pasiones del alma –o, como define Tomás, "movimientos" del «apetito sensitivo»-), a todos los cuales se les imprimirá -por vía del aprendizaje- el rumbo, orientación o curso ontogenéticos del «deseo» o de la «aversión», primigeniamente –en cambio- incondicionados o básicos; asimismo, el de lo «placentero» o «displacentero» consecuentes con éstos y, con ello: los vicios y las virtudes; la conducta social o la delictiva.
Lo supra dicho, ajustado a la sabia exploración de los filósofos académicos, peripatéticos, estoicos y escolásticos, hállase, hoy, empírica y experimentalmente ratificado por la ciencia contemporánea, todo lo cual puede aquí advertirse con la sola confrontación de lo expuesto en la primera y en la segunda parte de esta obra.
Con estas advertencias, suscintamente vertidas, recién nos será posible demostrar, en próximos artículos,cuáles son las leyes que explican –sólo a la vista de, y dentro de los límites naturales propios a, las experiencias físicas- cómo se activa la virtud, mas también el vicio (sobre las infranqueables fronteras del conocimiento humano natural, cfr., Criminalidad…,Segunda Parte, Cap. IV, nº 1).
2. La educación como variable de la tasa real de criminalidad. Conocimientos biosociales básicos
Hace ya más de tres décadas que venimos reiterando que la articulación o estructuración progresiva de las facultades humanas biosocioculturales (analíticamente: bio-neuro-fisio-psico-socio-culturales) no se desenvuelve autonómica o independientemente de la interactividad antropocósmica y comunitaria, ni arbitrariamente, sino conforme a leyes o a un orden regular; el conocimiento de éstos, compete a las ciencias de la conducta.
Así, hállase hoy empírica y experimentalmente probado que el progresivo y gradual desarrollo bioaxiológico del hombre, de sus grupos, sociedades y civilizaciones –bio-valorativo-normativo (o cultural)-, tiene como presupuesto a las potencialidades filogenéticamente pautadas en nuestra especie y es, necesariamente, una variable dependiente de un proceso secuencial y evolutivo de su maduración embrio y ontogenética y de la experiencia y el aprendizaje socioculturales (cfr., Criminalidad…, Parte Primera, Cap. I, nº 5, a y Cap. V, nº 4).
De modo inverso, puede afirmarse que no existe maduración, activación, experiencia, ni aprendizaje alguno posibles, capaces de desenvolver actividades o conductas que no hubiesen sido potencializadas filogenéticamente; ello, en virtud de los dispositivos o mecanismos anatomofuncionales que les presupuestan fijando las fronteras o márgenes de expansión y perfeccionamiento posibles del decurso ontogenético (sobre los límites de la razón y del conocimiento humanos, salvo infusión divina.
Respecto a la comprobación científica relativa a la existencia de un patrón biológico o básico que habilita y condiciona la paulatina, secuencial, progresiva y escalonada formación, organización e integración o estructuración apetitivo-afectiva y cognitivo-conductual entre las percepciones, el lenguaje, las motivaciones, el pensamiento abstracto, el razonamiento, la recta razón o razón moral,
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la personalidad y la conducta interactiva propiamente humanas (en el campo social y desviado), según marcos de referencia grupales y, consecuentemente, su modelamiento y moldeamiento comunitarios, durante el proceso cultural o educativo que tiene lugar en la ontogénesis, pueden consultarse –concordantemente y por el momento- las recientes obras interdisciplinarias sobre la conducta del hombre que incluimos en la bibliografía general de la obra Criminalidad …,cit.).
Resulta suficiente, por ahora, recordar que ya con posterioridad a las primigenias experiencias pavlovianas sobre el aprendizaje clásico –de modelamiento, de observación o respondiente-, fueron múltiples las pruebas científico-experimentales obtenidas acerca de la existencia de dicho proceso o condicionamiento bioneurofisiológico y psicoaxiosocial integrativo, es decir, del de la estructuración de cogniciones y respuestas valoradas conforme a normas grupales y jurídicas, esto es, de «percepciones», «actitudes», «estructuras impulsivo-motivacionales» y conductas, aprendidas selectiva, secuencial e interactivamente, dentro de un determinado marco de referencia sociocultural. Ello, ya había tenido su originaria comprobación por parte de Razran en 1930; así, v. gr., al verificar -con investigaciones de secreción salivar- que las palabras condicionadas en el aprendizaje no se irradian, ni discriminan, en función de la «cantidad» de «vibraciones» de ondas sonoras, sino de la necesaria «significación» de los términos, voces, conceptos o vocablos, dentro de cada marco sociocultural de referencia (condicionamiento semántico).
Podemos aun añadir, a esta ajustada síntesis, que mientras las investigaciones bioquímico-genéticas del siglo XX continuaban y profundizaban los descubrimientos de la anterior centuria, estableciendo rigurosamente las interrelaciones disposicionales, organísmicas y mesológicas, la neuropsicología demostraba cuáles eran las unidades funcionales del cerebro que hacían posibles, en su interacción, no solo la recepción, el análisis y el almacenamiento gradualmente selectivos de los estímulos del medio (regiones laterales del neocortex, en la superficie convexa de los hemisferios), sino, también, la creación de intenciones, planes y programas así como la verificación, control y corrección de las conductas emitidas (regiones anteriores de los hemisferios antepuestos al giro precentral).
Finalmente, los innumerables experimentos realizados sobre animales y personas, bajo preciso control y verificación de variables, por parte de la psico-sociología experimental del aprendizaje y la neurofisiología conductual, han despejado lo que a fines del siglo XIX continuaba siendo sólo el campo polémico de la criminología pre-empírica y pre-experimental.
Mas podemos asegurar que mientras los filósofos de la ciencia contemporánea no articulen complementariamente sus datos y experiencias físico-antropológicas con aquellos otros que aún no les es dado desvelar sólo bajo el método y los instrumentos de observación, manipulación, control de variables y verificación fenoménicos, éstos quedaran en pie de igualdad con la fragmentación o desintegración positivista, esto es, con su unilateral enfoque (cfr., Criminalidad,…supra, Cap. IV, nos 1 y 2, y Cap. V, nº 3).
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Es fundamental, entonces, advertir la importancia decisiva que tienen estas cuantiosas investigaciones, tanto en el plano teorético propio a la explicación holística de la dinamogénesis de la conducta desviada, (normal o patológica), como en el área político-criminal; ello, al tiempo de ponerles a prueba en la regulación ético- normativa de la prevención y el tratamiento de la criminalidad.
b) Ciencias de la conducta humana, criminología experimental y política criminal.
1) Objeto y métodos de la criminología
Dentro de los límites ya señalados, compete entonces, hoy, no sólo a la «criminología», como disciplina autónoma, sino también al desenvolvimiento y articulación de todos los conocimientos particulares, específicos y propios a los campos que confluyen en el desvelamiento legal de la naturaleza humana conductual, como son, v. gr., los de la genética, de la embriología, de la psicología, de la etología comparada, de la medicina psicológica y psiquiátrica, de la neurofisiología del comportamiento, de la psicología social, de la filosofía antropológico-teológica y de la sociología, entre otras múltiples áreas, con sus singulares y diversos niveles de observación y de manipulación y control fenoménicos posibles, el descubrimiento y la explicación constantes y perfectibles de aquellas leyes a las cuales refiriéramos en este artículo , tanto respecto al proceso de socialización como al de su desviación (sea atípico, contravencional o delictivo).
Pero lo precedentemente indicado no implica, como ya hemos demostrado, que la criminología carezca de legalidad, de objeto y de fines propios ni de «técnicas» de conocimiento particulares. Sobre los conceptos de «ciencia», de «determinación» (causal y no causal, física o social), de «causalidad simple y múltiple», de «método», de «exploración», de «legalidad estadística» o «estocástica» (física o social), de «verificación», de «predicción», etc. remitimos a la obra que venimos citando, Capítulo VII, Parte Primera, n° 3.
Como la biología, la microbiología, la astronomía, la propia física, la química y, más ampliamente la medicina, la ingeniería o la arquitectura, p. ej., aquélla avanza desde, y conjuntamente con, el nivel de estudios alcanzado por las otras disciplinas que le auxilian; ello, para darles su específica aplicación, sin abandonar la ponderación debida de las singularidades propias a cada una de sus indagaciones e investigaciones respectivas, aún experimentales.
Las matemáticas, la física y la química nutren a las primeras (v. gr., ciencias biológicas); los estudios conductuales (p. ej., neurofisiología de la conducta humana), a su vez, a las ciencias sociales y criminológicas.
Al seguir las reglas básicas de toda ciencia es necesario advertir que, dada la real e inescindible unidad dinamogenética de la fenoménica físico-natural y biológico-social, las disciplinas por las cuales se le desarticula, en virtud de los diversos niveles de observación en que aquélla se presenta a éstas, son también teórica y sólo racional y analíticamente reductibles a aquellas otras que le
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fundamentan: la sociología criminal, a la psicología; ésta, a la biología; la última, a la química y a la física (cfr., Criminalidad…,cit.,, Parte Primera, Cap. I, nº 1).
La precisa comprensión, la rigurosa selección y la debida clasificación y aplicación de tales conocimientos al servicio de la investigación en su campo específico, constituye, en consecuencia, el presupuesto necesario e ineluctable de la Criminología Experimental (de base no sólo empírica sino también bajo control y verificación fenoménicas); asimismo, de la Política criminal preventiva, como disciplina dirigida a la formulación de teorías, hipótesis y programas de carácter técnico, práctico y temporal, esto es, con subordinación a los diversos y mutables fines de los regímenes ideológico-gubernamentales y al cambiante comportamiento humano en el decurso de las sociedades.
2) Ciencia, ética y política criminal
La programación de esta última (la política criminal), para la prevención, el diagnóstico y el tratamiento -eventual y posible- de las desviaciones conductuales de tales procesos comunitarios, puede, entonces, sujetarse rigurosamente a dichas investigaciones o liberarse de ellas. Mas en este último caso quedará aquélla sumergida, fuera del campo estrictamente científico, dentro de lo que es sólo opinable; ello, naturalmente, al interior de un ámbito que seguiría siendo, únicamente, polémico, metafísico, discursivo e insusceptible de contrastar con las investigaciones empíricas y experimentales de nuestros tiempos.
En el primer supuesto, en cambio, es razonable admitir que se construirá, a nuestro juicio, una política criminal científica más rigurosa y efectiva; ello, en tanto su planificación –ética y humanista- tendrá lugar a la luz de la razón y bajo tales presupuestos empíricos y experimentales, los que no pueden oponerse –bajo idénticos principios metodológicos de conocimiento- a las verdades reveladas, sino a las simples opiniones infundadas, no pocas veces perversas y contrarias a la naturaleza. Lo dicho ocurrirá -obviamente- dentro del estadio alcanzado por los mismos al tiempo de su aplicación y de conformidad con los condicionamientos morales e ideológicos de su época.
Por lo tanto, las previsiones y proyectos científicamente orientados hacia la educación social, grupal e individual -sean de carácter prevencional (primarios), de situaciones de riesgo (secundarios) o de trato y tratamiento postcondenatorios (terciarios)- deben seguir, necesariamente, aquellas reglas conductuales que explican cómo tienen lugar los procesos de evolución o desenvolvimiento dinamogenético que conducen –finalmente- a la socialización o a la desviación criminógena; ello, para dar lugar a una severa o rigurosa Política criminal, acorde con tales conocimientos.
Es necesario aclarar, aquí, que las consecuencias generadas a causa de la desatención a una política criminal preventiva acorde con el actual estadio científico, que da razón de las leyes que explican por qué, y bajo qué condiciones, tiene lugar el incremento (o la disminución) de la tasa real de criminalidad , puede conducir, bajo ciertas condiciones, hasta el desborde delictual. Es en tales circunstancias cuando se supera, tanto el grado de tolerancia de las barreras de seguridad policial como el de la justicia penal y el de la capacidad penitenciaria; ello ya está acaeciendo no menos en nuestra república que en la mayor parte de los países tanto en desarrollo como
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desarrollados, rompiendo –consecuentemente- toda homeostasis o reequilibrio posible de las estructuras sociales de contención.).
Constituye, entonces, un hipócrita fingimiento el intentar gubernamentalmente excusarse, en todo tiempo o comunidad, de tales incumbencias educacionales y ejemplificativas; ello, responsabilizando extemporáneamente del auge de la criminalidad, ya expandida más allá de toda posibilidad de control, al cambio degradante de las propias costumbres generacionales consentidas, las que, a la edad de precepto y razón, suelen ser desatendidas –impunemente- por quienes, ya bajo libre albedrío, siembran la iniquidad y contribuyen a su estragamiento (cfr., Criminalidad…, Parte Primera, Cap. I, nº 4, e y nº 5, a, b, c y d; Cap. III, nº 1, c; Cap. IV, nº 4, c, d, e, f y g; Cap. V nos 1, a, 6, 7 y 10).
No puede pretenderse de la labor judicial, policial o penitenciaria, única y tardíamente, imposibles, impropias e irrealizables tareas de reequilibrio social homeostático. Estas, como ya se señaló supra, competen a otras áreas de gobierno.
Ya enseñaba el aquinate -en el Tratado de la ley en general (cuestión 92 a. 1)- que "...los legisladores hacen buenos hombres suscitando costumbres (...) Si, en cambio, lo que el legislador se propone no es el bien verdadero, sino un bien útil o deleitable para él mismo, o no acorde con la justicia divina, entonces la ley no hace buenos a los hombres en sentido absoluto, sino sólo en sentido relativo, es decir, buenos para determinado régimen".
Por ello, debe tenerse siempre presente cuáles son las leyes biopsicosociales conforme a las que, una vez que ha sido transitada indebidamente la biosociogénesis propia al tiempo en que sólo es posible y eficaz la prevención primaria de los niños y jóvenes de una u otra sociedad, los hábitos y las estructuras impulsivo-motivacionales criminógenas instaladas en aquéllos –cual segunda naturaleza, en voces aristotélicas y tomistas- ya no cesarán –por regla- de sus condicionadas conductas de meta y de sus medios instrumentales reductores delictivos; por el contrario, tales personas se valdrán cognitivamente de cualquier secuencia operante, fácticamente posible y socialmente temible, para evitar la detección o el estímulo aversivo (aprendizaje alternativo de evitación del castigo o de escape). Lo expuesto, en ciertos casos, tendrá lugar aún a costa de las vidas policiales o del caos e inseguridad comunitaria o intercomunitaria.
Cuanto acabamos de explicitar halla base en los conocimientos y experiencias acumuladas acerca de la adquisición y fuerza de los impulsos secundarios, las leyes de su extinción y las del aprendizaje de evitación, propios a todos los animales superiores, tal como anticiparan Platón y San Agustín, Aristóteles y Santo Tomás (cfr., Criminalidad…,cit., Capítulos I, IV y V); tanto más, cuando se trata de seres humanos, ya que en ellos se añade la comunicación oral y escrita (segundo sistema de señales), el lenguaje interior o proceso de integración abstracta, la capacidad de programación y las insaciables apetencias secundarias de meta (motivaciones e impulsos adquiridos), a los cuales todos aquéllos sirven.
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Cuando perversamente las generaciones transitan y trasmiten el vicio, el crimen y la corrupción, como resulta obvio, hállanse ya aquéllas y su descendencia fuera de toda situación de control, al menos para dar aplicación alguna a los conocimientos y enseñanzas de índole filosófica, filosófico-teologica y experimental; resulta entonces dificultoso, cuando no imposible, por lo demás, aplicarles las contingencias de reforzamiento apropiadas a la conducta delictiva que se pretende evitar o eliminar (cfr., Criminalidad…, Parte Primera, Cap, I, nos 4 y 5; Cap. III, nº 1; Cap. IV y Cap. V; infra, Parte Segunda, Cap. I, nos 2, c, 3 y 4; Cap. II, nos 3, 4 y 5).
De lo expuesto resulta que ni el mayor índice de la «detección», ni el del «castigo», ni aún el tratamiento penitenciario -por su naturaleza parcial e individual diverso de la «prevención terciaria-institucional»- pueden, por sí solos, constituir una variable susceptible de modificar sustancialmente el índice de la criminalidad comunitaria; ello, si no se cumplimentan, también, las medidas de prevención primaria y secundaria indicadas en nuestras diversas obras; v.gr. La Reflexología criminal, La conducta criminal, Tratado de criminología y Criminalidad.
Así, instalado el ambiente aversivo, la agresión o aquello que el delincuente entiende cognitivamente como tal, en la frustración de sus necesidades adquiridas o aprendidas, sólo se multiplicará –con las múltiples y posibles modalidades, derroteros, orientación, rumbo o trayectoria- hasta los límites más insospechados.
Explícase, entonces, la exigencia de reducir –principalmente por la vía educativa y preventiva- los índices de criminalidad a aquellos márgenes de tolerancia institucional que aseguren, en el mayor grado de efectividad posible, la lamentable y ulterior detección penal, la eventual condena y el más eficaz tratamiento de readaptación –en la comunidad carcelaria- de los delincuentes ocasionales; a su vez, entiéndese también cuál es la razón de la imposición de las más adecuadas y rigurosas medidas de seguridad, junto al ya inevitable y ciertamente tardío tratamiento científico preventivo carcelario y de rumbo moral, respecto de los criminales habituales o de mayor peligrosidad (cfr., en igual sentido, la opinión de los filósofos y religiosos desde la Antigüedad; vide, Criminalidad…,cit., Capítulos I a IX de la Primera Parte). Pero ello, como ya hemos explicitado reiteradamente en esta obra, constituye sólo una utopía cuando el mencionado grado de tolerancia ha quedado superado a causa de una deficiente política criminal preventiva.
Debe advertirse al lector, al educador y al político, además de lo afirmado precedentemente, acerca de la necesidad de ponderar debida y suficientemente cuáles son las dificultades que se les van a presentar, inevitablemente, cuando quieran obtener extemporáneamente un razonable porcentual de éxito en la reducción de las tasas de criminalidad; esto es, cuando ya –inevitable y desafortunadamente- solo les quedarán como únicas opciones la reclusión carcelaria y/o la de poner en práctica –y a prueba- los métodos y las técnicas de modificación de conducta respecto de aquellos niños, jóvenes y adultos antisociales –alojados o no en establecimientos institucionales-, sin contar con el riesgo cierto de quienes ni siquiera hubiesen sido detectados . Ello es así, ya que todos éstos han incorporado a sí, cual segunda naturaleza aristotélica y tomista o de pulsión organísmica o disposicional adquirida, o como tendencias o estructuras impulsivo-motivacionales criminógenas, a las nuevas necesidades ontogenéticamente adquiridas . Esto, que ha sido ignorado
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en algunas cátedras e instituciones e incluso en la política criminal de muchos Estados, fue enseñado por nosotros desde la década de los años ochenta en innumerables publicaciones efectuadas en la Revista La Ley.
Todo cuanto llevamos expuesto es aplicable tanto a los delitos comunes como a los políticos; asimismo, a la delincuencia intracomunitaria y a la transnacional.
Sin duda, aún cuando la prevención de las conductas desviadas de los patrones o modelos sociales (contravencional y criminalmente regulados) hubiesen fracasado, aquéllos conocimientos científicos y ético-políticos -igualmente y bajo las condiciones explicadas- deberán constituir, necesariamente, el basamento de las reglas de los procedimientos (Códigos y leyes de forma) destinados tanto a la comprobación de la materialidad y autoría; como a la elección de las medidas que deberán adoptarse, con carácter preventivo postdelictual, sobre los sospechosos; ello, hasta su imputación final en la sentencia. Lo dicho, naturalmente, se extiende -tanto mas- a los cuerpos sustanciales (códigos de fondo).
Esta última temática, que influye, y repercute sobre la regulación propia a las instituciones penales como la tentativa, el concurso de delitos, la reincidencia, la libertad condicional, las modalidades sancionables, etc., con todas las críticas y propuestas que exige la naturaleza de tal indagación, excede a los fines y al espacio posibles de este tratamiento criminológico.
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